Érase una vez;
Una princesa que podía controlar su sueño y lo que soñaba. Podía dormir cuanto quisiera y estar despierta otro tanto aunque luego tuviera que compensarlo.
Esto se debía a que de pequeña había comido la pulpa dorada del albaricoque del árbol del Antiguo Emperador, el cual se hallaba enterrado bajo sus raíces.
Había sido su madrina, una bruja, quien astutamente había conducido a la niña a la sombra del albaricoque antes incluso de su nacimiento. Había secuestrado a su madre, a su propia hermana, y sumergido en agua de lirios azules, camelias y artemisas; había urdido un hechizo sobre ella: De belleza, atracción y magnetismo.
Sabía que no se haría cargo del bebé, porque también agrió su carácter.
Y así la princesa creció con un don. Si hubiera abierto la semilla y se hubiera comido su tierno contenido, hubiera sabido hablar con los pájaros. Si hubiera tostado el hueso, hubiera podido ser uno de ellos.
Pero su madrina le ofreció la pulpa para sus propios propósitos.
Sin embargo, una vez pasó su infancia, dejó de luchar contra las pesadillas con armadura y subida en un dragón. Todo se complicó, las noches en vela no eran solo para ver las luciérnagas.
Una juventud infeliz también entraba en los planes de la madrina.
Le descubrió que no era princesa de ningún sitio. Su padre había sido uno de los guardias Cuervo del árbol del Emperador, su madre era solo reina de los vencejos y del espliego verde. Se enamoraron bajo el albaricoquero y se abandonaron una vez sus ramas echaron flores y, luego, frutos. Simplemente se llamaba Princesa y como odió desde entonces su nombre lo quemó junto a su reino inexistente. El País.
Los años volaron durmiendo. Dejó de inventarse sueños para divertirse, dejó vacío ese espacio en el que se quedaba dormida. Unas figuras negras como cuervos la cantaban al dormir. La enseñaron a dormir sin sueños. Y a no despertar jamás.
La madrina la abandonó en medio de un paraje a los diecisiete años, porque no pudo hacer de su sobrina un oráculo atormentado, quien simplemente permanecía muda y respirando.
La Naturaleza, compadecida, tejió un hogar para ella sin advertirlo y sus cuervos crecieron y se marcharon.
Un día, la princesa sin nombre y sin reino despertó en una tumba de flores marchitas. Cuando salió al exterior, vio volar pájaros de metal en el cielo gris.
Un viento rudo la empujó por dentro.
El árbol era carbón, su castillo era piedra y su corazón, dentro, un albaricoquero con raíces de hueso.
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